Han tardado siete siglos y veintiocho años en llegar a Park Avenue (Nueva York), tras cruzar el Atlántico en las tripas de un mercante. Son cinco bloques de piedra arenisca procedentes del Empordà, a orillas del Mediterráneo. Cortados a modo de grandes lienzos, están pintados en el anverso y el reverso. Sobre peana, miden casi cuatro metros de altura, y se alzan entre las calles 52 y 56. El primero de ellos, a la altura del Seagram Building, es un guiño a Mies van der Rohe.
“La arquitectura es la voluntad de una época traducida a espacio”, dijo el arquitecto. Con la instalación ‘esculto-pictórica’ ‘Morpho’s Nest in The Cadmium House’, el pintor Lluís Lleó (Barcelona, 1961) quiere rendir homenaje a la tradición del fresco del Románico catalán, que surgió siete siglos atrás, así como al viaje que él realizó, hace veintiocho años, de Barcelona a Nueva York.
El aforismo de Mies van der Rohe
El resultado lo componen estas cinco piezas construidas mediante masas pictóricas informes, con mayor o menor grosor y densidad –en algunos casos compitiendo con el mismo escenario en el que se ubican-, que recorren espacios compositivos más cercanos a la espiritualidad de Rothko que a la tradición del ‘color field’. Piezas que buscan armonía, conciliación de contrarios, el confort del hogar. La misma búsqueda de desnudo y verdad formal que aplica Lleó a toda obra; no en vano su trabajo se mueve entre postulados apropiados de Ellsworth Kelly, Agnes Martin o Pablo Palazuelo.
Lluís Lleó
por Robert Hughes
Lluís Lleó, que es mi amigo más joven y con quien no puedo ser objetivo, pertenece a una familia de pintores. Su bisabuelo Joan decoraba los techos de las viejas mansiones barcelonesas. “Era un Tiepolo local que pintaba nubes y angelitos al gusto burgués de la época.” Su abuelo Lluís fue un acuarelista y diseñador publicitario que pintó combativos carteles de propaganda republicana durante la Guerra Civil. Su padre, Joan Lleó, es un pintor aún activo cuya obra oscila entre la abstracción y la figuración, característica que ha legado su hijo.
Lluís no tuvo una formación académica y recuerda vivamente cómo su padre, que enseñaba en la Llotja de Barcelona, lo sentó un día para hablar de su presunta educación artística. “Lluís –me dijo-, si a tu edad no sabes pintar (yo tenía entonces 18 años), olvídalo porque ya nunca aprenderás a hacerlo.” Sus alumnos lo decepcionaban. Llegaban a la escuela con 18 años sin saber nada de pintura. Él pensaba que debían al menos dominar los rudimentos, pues de lo contrario no tenía sentido que intentaran ser artistas.”
Pero claro, el joven Lleó se había criado inmerso en la cultura pictórica, se había formado observando a su padre en el estudio, escuchando sus palabras de experto, limpiando y ordenando sus pinceles.
Sin apenas darse cuenta, había vivido algo más próximo a un aprendizaje tradicional que a un programa escolar. Como el hijo del pescador que descubre los secretos de la pesca o el del carpintero que hace sus primeros ensamblajes a cola de milano. Sencillamente porque la vida es así.
Lluís visitaba con su padre los museos y las iglesias rurales de Cataluña. En la espléndida colección de frescos medievales que hay en Montjuïc (uno de los mayores y menos conocidos tesoros del primer arte europeo) y en ermitas como las de Bohí y Taüll apareció por primera vez la peculiar naturaleza del fresco: ese medio único y casi olvidado, frágil y sin embargo milagrosamente duradero, donde los pigmentos disueltos en agua se adhieren químicamente al mortero húmedo de forma que la imagen queda totalmente integrada en el soporte.
¿Quién hacía frescos cuando Lluís Lleó era un niño? Sólo unos cuantos catalanes muertos en la Edad Media… y su padre. Como resultado de esas tempranas experiencias, la obra de Lleó fue adquiriendo ciertos rasgos del fresco aunque no se realizara con esa técnica. Y algo más: uno de sus sellos distintivos acabó siendo una extrema, casi patológica, sensibilidad hacia la naturaleza peculiar de las superficies lisas y mates, gruesas o finas, arenosas o absorbentes.
Lluís Lleó no es un pintor teatral. Nunca lo ha sido. El gran aspaviento, el machurrón espeso, el chorreo brillante y viscoso que invita a las comparaciones retóricas con sangre, esperma o salsa de tomate nunca jamás han figurado en su lenguaje. Se trata de un artista sumamente reflexivo cuya obra admite el azar, pero no lo persigue.
Gracias a ello no ha padecido uno de los trastornos más irritantes del arte en la modernidad tardía: la retórica de la falsa espontaneidad. Lo que aparece en la superficie está allí deliberadamente, y eso alimenta nuestra confianza en la obra. Si hay una palabra que se repite conversando con Lluís, ésta ‘autenticidad’, o sea, sinceridad y deliberación sin excesos ni emociones fingidas.
En la década de los ochenta, los espectadores ingenuos solían creer, por ejemplo, que la pintura espesa y turbia equivalía a profundidad de sentimientos. Ojalá hayamos aprendido desde entonces.
Calificar a Lleó de pintor clásico podría evocar engañosas estampas con mármoles o escenas de Pussin. Y obviamente no es eso. Pero la reflexión, la lucidez, la serenidad y la evolución lenta son para él atributos esenciales del arte de pintar, y no ve motivo alguno para simular lo contrario. En este sentido sí podemos considerarlo un pintor clásico.
Ahora tiene cuarenta años. Ha pasado buena parte de su vida en Barcelona y sede 1989 trabaja en Nueva York. “Creo que ir a Nueva York fue mi iniciación en la pintura profesional”, una idea común entre los artistas que comienzan sus carreras trasladándose a Nueva York desde “provincias”. Por mucha energía cultural que genere una ciudad, hay siempre una sensación de disparidad: quizá no tan aguda como en la Roma del XVII, el París del XIX o el Nueva York de los sesenta y setenta, pero aún perceptible para cualquier expatriado inteligente.
Lleó comprendió en 1989 que no formaba parte de ninguna escuela o movimiento artístico español (y menos aún catalán). “Tenía que hacerme un estilo propio”.
Y en cierto modo tenía que huir.
Para Lleó, como para todo el mundo, la figura central del arte contemporáneo seguía siendo Antoni Tàpies. Era una variante del “problema Picasso”, pero básicamente se trataba de lo mismo. “En Madrid había diferentes tendencias (El Paso, la escuela realista, etc.) y en Nueva York bastantes más, pero en Barcelona solo había Tàpies, Tàpies y más Tàpies. Hicieras lo que hicieras, siempre te comparaban con él. La comparación se repetía porque el universo de la crítica era a veces muy cerrado, casi pueblerino.” Nueva York, sin embargo, tampoco sirvió de consuelo. “Allí descubrí que era un mal pintor. Como recordarás, Picasso decía que si tu madre considera que eres un buen pintor es que no lo eres. Pues ese era yo.”
Pero al menos en Nueva York las actitudes parecían más abiertas.
Y de hecho lo son, en la medida en que el arte se valora por sus propios méritos y no en función de su supuesto linaje. Lo cierto es que los cuadros de Lleó nunca se han parecido a los de Tàpies. Ni siquiera por oposición, como si intentara demostrar que no hay tal semejanza. Los viejos artistas españoles de la modernidad tardía apenas cuentan para Lleó. Y los más jóvenes, como el ubicuo Barceló, tampoco. Probablemente, el artista vivo que más ha influido en la obra de Lleó, no tanto por su estilo como por su independencia de criterio, es el obstinado y sublime Xavier Corberó, que para muchos se ha convertido en el mejor escultor vivo de España.
¿Qué ocurre en los cuadros de Lleó? En principio son abstractos, es decir, no parecen representaciones del mundo exterior (de muros, piedras o figuras humanas). Y sin embargo, tampoco representan cosas exteriores al mundo. Son delicados y en apariencia efímeros, pero también intensamente concretos, vigorosamente materiales.
Lleó no es un pintor utópico.
En cierto modo es un conservador. ¿O será ‘cauto’ la palabra? No más que un buen artesano, u ebanista o un alfarero. “Procuro ver mis límites, mantenerme en el terreno donde puedo hacer bien las cosas. Me parece muy importante ser respetuoso con uno mismo y no actuar de forma arbitraria o caprichosa. Saber qué es esencial. Y creo que solo así puede lograrse una obra única. Eres único si afrontas cara a cara tus sueños, tus frustraciones y tus miedos. Y eso es lo que intento hacer con mi obra. Procuro no mirar a ningún lado, no mirar a otros pintores: procuro mirar sólo mis materiales y mi trabajo.”
A Lleó lo atraen pintores como Ellsworth Kelly cuya obra “es tan discreta que parece casi anónima”. Pero se siente más próximo a los escultores. Especialmente al norteamericano Christopher Wilmarth, cuyo suicidio -cuando su reputación empezaba a consolidarse- fue una pérdida terrible. “Me fascina cómo podemos situarnos junto a una de sus piezas más poderosas sin apenas percibir que está allí hasta que la contemplamos con verdadera atención.” Lleó admira a Martin Puryear por la belleza de su relación con los materiales naturales, sobre todo con la madera. “Y también a Noguchi, por supuesto. Y a algunos arquitectos.”
A los críticos nos gustan las conjeturas. Quizá no deberíamos, pero hay algo en el oficio, una incertidumbre, que nos empuja a ello. Si tuviera que hacer un pronóstico sobre la futura significación de Lluís Lleó en el arte español sería el siguiente.
Su obra –junto a otras, por supuesto, ya que ningún pintor o escultor está solo- señala un saludable alejamiento del arte que se expresa fuera de su medio, del arte coneptual, no físico, que niega el cuerpo y la materia (incluido el pigmento mismo, esa metáfora fundamental del cuerpo que Lleó proclama de forma tan elocuente).
Ese cambio de dirección apunta hacia un arte que, aun siendo complejo, busca un vínculo explícito, incluso antiirónico, con el mundo natural. Porque en una época dominada por otros medios, la ironía ha dejado de ser la protectora del arte para convertirse en su enemiga.
Veo a Lleó como parte de ese proceso.
Un proceso que recupera y amplia nuestra conexión sensible con el mundo y que, por tanto, nos ofrece elementos de la verdad que buscamos. Es muy probable que, cuando revisemos su trayectoria dentro de veinte años, la aparición de Lleó nos parezca comparable en importancia a los ya lejanos inicios de Tàpies. Fin de la conjetura.
NYC Parks muestra arte público desde 1967.