Hoy terminamos el recorrido por la literatura, al menos en esta sección con un ensayo para despedir el año y recibir el nuevo, de Virginia Woolf, para recordar la importancia que ha supuesto para las mujeres contar con una habitación propia. Lo importantes que son cuatro paredes, y una puerta que se cierre por dentro.

La escritora inglesa Virginia Woolf nace en 1882, y muere en 1941. Hoy compartimos con vosotros un extracto de Una habitación propia. Lo escribió para dar una conferencia a las alumnas de un colegio. Le habían pedido una conferencia sobre "la mujer y la novela". La primera pregunta que se hace es, qué mujeres escribieron novela hasta sus días, y al encontrarse con la respuesta de a penas unas pocas, y las que hay son recientes, comienza su análisis de la historia de la mujer y la novela. Llegó a la conclusión de lo importante que era la independencia econímica, 500 libras al año como ella nombra, y sobre todo, una habitación propia. No una sala de estar, ni por supuesto la cocina, estancias donde la mujer ha pasado su historia, sino cuatro paredes, en las que poder pensar, y escribir sin miedo. Cuando habla de esa habitación, la describe, sencilla, no le importa que sea pequeña, o que no tenga a penas muebles, no describe lo altos que deben ser los techos, ni los materiales de los que debería construírse, simplemente, habla de una ventana al exterior, y un pestillo en la puerta.

Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles. Ya que sus alfileres, que dependían de la buena voluntad de su padre, sólo le alcanzaban para el vestir, estaba privada de pequeños alicientes al alcance hasta de hombres pobres como Keats, Tennyson o Carlyle: una gira a pie, un viajecito a Francia o un alojamiento independiente que, por miserable que fuera, les protegía de las exigencias y tiranías de su familia. Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?» En este asunto las estudiantes de psicología de Newham y Girton podrían sernos de alguna ayuda, pensé mirando de nuevo los estantes vacíos.

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Encontrar en el siglo dieciséis a una mujer en este estado mental era evidentemente imposible. Basta pensar en las tumbas isabelinas, con todos aquellos niños arrodillados con las manos juntas, y en sus muertes prematuras, y ver sus casas con aquellas habitaciones oscuras y estrechas para comprender que ninguna mujer hubiera podido escribir poesía en aquellos tiempos. Pero sí cabía esperar que algo más tarde, alguna gran dama aprovechara su relativa libertad y confort para publicar alguna cosa en su nombre, arriesgándose a que la tomaran por un monstruo.

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Una mujer entra en una habitación... Pero los recursos del idioma inglés serían duramente puestos a prueba y bandadas enteras de palabras tendrían que abrirse camino ilegítimamente a alazos en la existencia para que la mujer pudiera decir lo que ocurre cuando ella entra en una habitación. Las habitaciones difieren radicalmente: son tranquilas o tempestuosas; dan al mar o, al contrario, a un patio de cárcel; en ellas hay la colada colgada o palpitan los ópalos y las sedas; son duras como pelo de caballo o suaves como una pluma. Basta entrar en cualquier habitación de cualquier calle para que esta fuerza sumamente compleja de la feminidad le dé a uno en la cara. ¿Cómo podría no ser así? Durante millones de años las mujeres han estado sentadas en casa, y ahora las paredes mismas se hallan impregnadas de esta fuerza creadora, que ha sobrecargado de tal modo la capacidad de los ladrillos y de la argamasa que forzosamente se engancha a las plumas, los pinceles, los negocios y la política.

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y si cada una de nosotras tiene quinientas libras al año y una habitación propia; si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común y vemos a los seres humanos no siempre desde el punto de vista de su relación entre ellos, sino de su relación con la realidad; si además vemos el cielo, y los árboles, o lo que sea, en sí mismos; si tratamos de ver más allá del coco de Milton, porque ningún humano debería limitar su visión

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Jane Austen escribió así hasta el final de sus días. «Que pudiera realizar todo esto, escribe su sobrino en sus memorias, es sorprendente, pues no contaba con un despacho propio donde retirarse y la mayor parte de su trabajo debió de hacerlo en la sala de estar común, expuesta a toda clase de interrupciones. Siempre tuvo buen cuidado de que no sospecharan sus ocupaciones los criados, ni las visitas, ni nadie ajeno a su círculo familiar.» Jane Austen escondía sus manuscritos o los cubría con un secante.

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